José Luis Talamantes / colaboración especial
Si el infierno se encuentra en este mundo nuestro, ¿en dónde está? Tristemente, lo hallamos dentro de muchos seres humanos, por ejemplos; en el niño que muere lentamente de hambre, en el adolescente sin deseos de vivir, en el anciano olvidado por la sociedad, en la mujer violentada por su pareja, en el enfermo sin opciones de sanación ni de aminorar su dolor siquiera… Son tantos los habitáculos del infierno que no terminaríamos de nombrarlos. Iniciaremos enfocándonos en dos habitantes del averno cuyos tormentos se interrelacionan estrechamente: el adicto con la vida destrozada por su adicción y el narcotraficante que vive en constante estado de alerta por causa de la violencia inherente a su oficio.
¿Cuál de los dos llegó primero? ¿El ofertante o el demandante? ¿Quién es la causa y quién el efecto? Sin oferta, ¿se terminaría el sangriento conflicto? Sin demanda, ¿moriría la oferta de inanición? ¿O el origen del problema estriba en el prohibicionismo? ¿O fue acaso la naturaleza quien se equivocó al parir sustancias de potencial tan dañino para las entrañas y los cerebros humanos? ¿Es la guerra frontal la manera más eficiente de solventar esta contrariedad? ¿No se trata quizá de una solución medieval, una cacería de brujas que produce dos problemas donde antes había solo uno? ¿No es similar a tratar de aliviar un agudo dolor de estómago picándose las tripas con un picahielos?
La solución que los gobernantes nos han provisto en las últimas décadas; prohibir y castigar, solo ha ensangrentado más la situación. La oferta no ha hecho más que crecer y abaratarse, mientras que las adicciones son cada vez más perjudiciales para el adicto, cada año es más fácil adquirir drogas más potentes y adictivas. Pareciera que los gobernantes no tienen interés en resolver esta guerra civil. Lo mejor que han hecho, según su narrativa, es cortar de vez en cuando alguna cabeza de la hidra proveedora, pero por cada cabeza cercenada emergen dos o tres, enemigas entre sí. Y se vierte más sangre como consecuencia. No hay manera de no considerar sus esfuerzos como un estrepitoso fracaso.
Pero tampoco se les puede exigir demasiado, al menos yo no lo hago, pues el problema es en extremo complejo y quien afirme que sabe cómo resolverlo, o nos miente en busca de votos ingenuos o se engaña a sí mismo. Y si además sumamos la indiferencia ciudadana, no hay motivo para culpar solo a los políticos que nos gobiernan de este desastre civilizatorio.
Sin embargo, en este escrito me propongo mostrar un enfoque un tanto inusual. Una diminuta luz al final del ardiente túnel. Una posibilidad utópica quizá, improbable inclusive, pero cierta, y muy seguramente la única con un verdadero potencial transformador tanto en lo individual como en lo colectivo. Una auténtica salida de este infierno que nos ahoga.
Empecemos acordando que, sin adictos, las llamas de nuestro infierno se quedarían sin combustible. ¿Quién pagaría por la oferta si no hay quien la consuma? Hasta ahora, se ha tratado de erradicar el conflicto atacando al ofertante, o pretendiendo que se le ataca. Pero, ¿no sería una solución más profunda y eficiente el comprender al adicto, desentrañando las motivaciones que lo orillan a autodestruirse sin poder evitarlo, en una destrucción lenta o apresurada, según el tipo de droga que se consuma?
Esta reflexión intenta abarcar no solo a los adictos de drogas ilegales, sino también a los consumidores de medicinas de patente, que no se quedan atrás en el número de víctimas por obra de sus efectos secundarios. Tampoco deberíamos soslayar a las harinas y a los azúcares refinados, principales sospechosos de causar sobrepeso, diabetes, infartos e hipertensión. ¿Y qué decir del tabaco y el alcohol, responsables de incluso más muertes que las sustancias prohibidas?
Abundan tantas adicciones en nuestros tiempos, parece que nadie está satisfecho con lo que tiene y es. Es evidente que no se valoran los esfuerzos de nuestros antepasados por mejorar las condiciones de vida de sus descendientes. Poco a poco, dificultad tras dificultad, nuestros predecesores fueron resolviendo una buena parte de los aprietos que la vida nos arroja a la cara: el agua potable en casa, la energía eléctrica, el refrigerador, la estufa y el gas para encenderla, la variedad y disponibilidad de alimentos, y un enorme etcétera que la mayoría gozamos sin ser conscientes de la valía de cada uno de estos privilegios.
A pesar de tanto logro, la insatisfacción interior solo parece crecer, como si el pan y el agua carecieran de todo valor. Una pandemia no reconocida se extiende sobre el mundo, más mortal que cualquier otra; gran parte de los seres humanos no puede vivir en paz sin alterar por medios externos la bioquímica de su organismo, generalmente por medio de sustancias que, consumo tras consumo, le perjudican física y mentalmente. Al adicto tanto como a quienes le rodean. Huyendo de las llamas de su infierno personal, el vicioso no puede estar a solas consigo mismo sin un estímulo no indispensable para mantenerse en la vida.
¿Cuál es la causa de esta peste de depresión, ansiedad, angustia, estrés, ira y demás demonios interiores que nos azotan con látigos incansables? ¿Por qué hay tanto sufrimiento psicológico en un mundo que ha resuelto los problemas más básicos de supervivencia para la mayoría de sus habitantes? ¿Cuándo inició este malestar casi generalizado? ¿O es que siempre hemos vivido tan insatisfechos con la vida en sí?
Wittgenstein, el filósofo austriaco, definió a nuestra flamante civilización industrializada como un mundo descualificado, es decir, desprovisto de cualidades internas, carente de la menor profundidad espiritual. El ciudadano promedio de este mundo de oropel vive en las planicies de su ser, experimenta la verdad a través de intermediarios, ya sea el sacerdote o el científico. La búsqueda de la verdad le está vedada, solo ve la cáscara de su conciencia, no se conoce con hondura porque nunca ha emprendido esa aventura hacia adentro de la que tal vez ha escuchado por ahí, pero no tiene la menor idea de cómo iniciarla. Tan solo se limita a consumir lo que otros le administran en forma de papilla, es un espectador a la espera de conocimiento de segunda mano.
Y la sociedad de las suerficies solo le ofrece dos modos de trascender su condición miserable: ser rico y famoso. El pobre vive así en la ilusión de experimentar algún día la opulencia, sueña con dejar de sentir la angustia de que nunca tiene suficiente, ni lo tendrá. También anhela mojarse en la fama para apagar el incendio de su abrasadora soledad. Pero ni la fortuna ni la fama llegan para la mayoría, de ahí la desilusión que envuelve su vida como una niebla densa y permanente.
En el otro extremo, el de la próspera minoría que ya ha probado las mieles de este mundo chato, el rico sabe a ciencia cierta que los lujos y las comodidades no calman los retortijones de su vacío interior, no importa cuántas posesiones estén a su nombre, la amenaza del mundo y de la muerte siguen ahí, siempre al acecho. Y la fama no hace más que acrecentar su soledad, pues ya sabe que aliviarla no depende del número de personas que lo conozcan. No hay salvación posible para él, por lo menos al pobre le queda la esperanza de prosperar de algún modo, pero el rico ha llegado a la cima del mundo solo para comprobar que el agujero sigue mordiendo y remordiendo sus adentros. El dinero le sirve acaso para distraerse fugazmente de su aguda desesperanza, a sabiendas de que su corrosión volverá más pronto que tarde.
Este escenario tan desolador nos lleva a preguntarnos, ¿de qué se trata la vida entonces? ¿Son inevitables las adicciones a cualquier cosa que apague momentáneamente nuestra pobreza espiritual? ¿Es la vida una fuente de sufrimiento garantizado?
Afortunadamente, nuestro mundo no inició hace quinientos años con la Ilustración. Durante milenios, los miembros de la avanzadilla evolutiva dedicaron sus vidas a encontrar la solución al sufrimiento existencial propio del ser humano, y algunos lo encontraron. Al núcleo de sus enseñanzas y ejemplos de vida lo podemos encontrar en lo que Leibniz, el filósofo alemán, llamó perennialismo o filosofía perenne. ¿En qué consiste este núcleo? A diferencia de la superficialidad representativa de nuestro mundo plano, los maestros perennialistas, surgidos de todas las culturas y todas las épocas, por experiencia directa, aseguran que la conciencia humana posee la capacidad de evolucionar hacia una creciente descentralización del sentido de identidad aislado, pasando así de ser una parte temerosa y mortal a, en su último escalón, saberse y sentirse el todo mismo. La evolución de la conciencia es un movimiento que nos conduce de la percepción de los muchos al reconocimiento del uno, del tiempo a la eternidad, del espacio al infinito, del ego al espíritu. Un viaje a través de una sucesión de etapas que han sido experimentadas durante milenios aquí y allá.
En otras palabras, la mente discursiva no es el fin del desarrollo cognitivo, es apenas la mitad del camino. Pero no basta con creerlo, la mística trascendente no es ese tipo de religiosidad, los maestros no solo nos legaron palabras que, aparte de ser estimulantes y nos pueden servir de brújula, no nos pueden llevar más allá del embrollo de la mente por sí solas. Dogmas a los cuales apegarse los hay en abundancia, aquí no se trata de eso. Los maestros se aseguraron de dejar muy claro que hace falta, además, emprender con la mayor de las seriedades una práctica contemplativa, realizando una serie de ejercicios que involucren una observación muy atenta de la respiración, la postura y el sentir interior; solo así, entregando deliberadamente nuestra atención al cuerpo, se trasciende el infierno de la mente neurótica, o como Santa Teresa la llamó; la loca de la casa.
La escala posterior a la mente consiste en integrar cuerpo y mente, dando como resultado un nuevo sentido del ser: el cuerpomente, más integrado y vivo que el ego mente, más presente, más pleno y satisfecho. Pero tampoco representa el fin del camino, aún hay más estratos de conciencia para completar el círculo de regreso al origen: el psíquico, el sutl, el causal y el no dual. Por motivos de simplificación, esta vez solo mencionaremos al que alivia la guerra entre el cuerpo y la mente, también conocido como centauro, y al estado último, el integrador definitivo, el espíritu o no dualidad.
La meditación comparte la misma raíz etimológica que la palabra medicina. Su propósito fundamental consiste en integrar lo que la mente ha disgregado, en su incapacidad de apreciar la unidad subyacente a todas las cosas, generando la tortura psicológica que la mayoría padecemos. La meditación sana el dolor de la dualidad, reintegrándonos con la totalidad de la existencia, proveyéndonos el estado de completitud que es el anhelo más profundo del ser humano y que no puede ser encontrado en la conciencia fragmentada.
Cómo ya vimos, el primer paso hacia este reencuentro consiste en integrar la mente y el cuerpo, que coexisten en una disociación causante de las angustias del ser humano dividido, caído en la dualidad mítica y que busca la unidad infinita en las cosas finitas, lo inmutable en los frutos impermanentes del espacio-tiempo. El maestro zen Dogen, en el lenguaje propio de su tradición budista, nos legó su entendimiento de este fenómeno integrador de la manera más clara posible: estudiar el camino del Buda es estudiar el yo. Estudiar el yo es olvidar el yo. Y olvidarse del yo es ser uno con todas las cosas.
Si el yo puede ser olvidado es porque se trata de un espejismo que nos aprisiona, haciéndonos creer que somos alguien que no somos. El misticismo es así una suerte de psicología profunda que nada tiene de metafísica. Desde hace pocos años, las neurociencias vienen estudiando los efectos neurofisiológicos de la meditación, y han confirmado los hallazgos de aquellos pioneros que nos mostraron el camino que nos puede liberar del infierno psicoemocional. Según los recientes descubrimientos de las neurociencias, gracias a los principios de la interocepción, observación de lo interno, y la propiocepción, el mantener una postura recta, la amígdala, hipertrofiada en la mayoría de nosotros, decrece y las sustancias estresoras disminuyen, mientras que las sustancias procuradoras del bienestar aumentan su producción. Con el tiempo y la práctica continuada, cuyos efectos son acumulativos, las barreras que el miedo erige para protegernos de lo que no consideramos como parte de nosotros van desvaneciendo solidez. Con la práctica meditativa asidua, la demarcación que me separa de ti y del universo se va diluyendo. La línea entre lo interno y lo externo se revela como lo que es: la ilusión de una conciencia confundida.
Si el sufrimiento humano es causado por percibirse a sí mismo como una entidad limitada y separada del resto amenazante, la solución entonces consiste en, por medio de la meditación, abrir el sentido de identidad, como una flor, para adentrarse en la conciencia de unidad que permite sentir la estrecha vinculación con el todo, con la naturaleza, con el universo, con los animales, y por supuesto, con los seres humanos. Cuando la meditación ocurre, nos perdemos en la vacuidad, en la no-mente, en el no-ser, y nos convertirnos en el campo en el que todo se manifiesta, en un íntimo abrazo con todas las expresiones de la conciencia creadora.
Según esta hipótesis experiencial, en resumen, toda adicción es un pobre sustituto de la trascendencia auténtica, un mero sucedáneo condenado a agudizar las punzadas del hambre por lo divino, un sendero de bajada al infierno emocional. Mientras que las soluciones brindadas por nuestra adolescente sociedad se fundamentan en una comprensión muy superflua de los abismos y los cielos que se extienden en la mente humana. La salida del samsara es posible solo si dejamos de buscar afuera lo que ya se encuentra adentro, pero que habla con una voz tal sutil que es opacada por el ruido del mundo. Esta puede ser otra definición de la meditación; el arte de escuchar el silencio interior, silencio que es la fuente de todo.
¿Te parece demasiado fantasioso mi planteamiento? Para empezar, no es mío, la filosofía perenne no es obra de ningún individuo, es producto de la búsqueda que nos impulsa a trascender nuestras limitaciones conceptuales y perceptuales y se remonta a la prehistoria. Solo hay una manera de verificar que la trascendencia del yo alienado es posible: probarrla por uno mismo, emprendiendo una práctica meditativa comprometida, preferentemente, de la mano de un maestro calificado en alguna de las tradiciones no duales.
Tal vez no sea la solución que esperabas, pero no tenemos otra opción más que evolucionar de manera consciente, uno a uno, paso a paso, respiro a respiro, empezando por nosotros, por ti y por mí, hasta convertirnos en señores de nosotros mismos, en dueños y maestros de nuestra bioquímica. No podemos seguir en guerra contra nosotros mismos y esperar que las cosas no empeoren. Después de todo, evolucionar ha sido la única constante desde el inicio del tiempo, solo que esta vez debemos hacerlo intencionalmente. ¿Es fácil? No, no lo es, hay demasiadas distracciones dentro y fuera nuestros. ¿Es imposible? Tampoco, los audaces exploradores que abrieron los caminos dejaron sus huellas para mostrarnos que es posible salir por nuestro propio pie.
Tal vez te preguntes, ¿no nos hemos desviado demasiado del punto inicial?, ¿de qué serviría mi evolución a los adictos más hundidos en sus vicios? No subestimes la capacidad de ayuda que puede proveer un ser humano espiritualmente libre, no podrías brindar ayuda más valiosa a los sufrientes que no ser uno de ellos, ¿o es que ya eres libre de la pesadumbre psicológica y de las adicciones que la siguen? Para ayudar a otros a salir del infierno, primero tienes que estar saliendo o, aún mejor, estar afuera.
Los muros del laberinto infernal que nos envuelve son altos e intrincados, pero no por ello insalvables. Cada vez que un ser humano se libera de su egocentrismo y se adentra en la experiencia de la unicidad se transforma en un faro para los demás, logrando que el camino de salida se vuelva más amplio y accesible.
A menos que te hayas acostumbrado al azote de las llamas del infierno y desees permanecer en él, solo tienes que buscar uno de esos caminos trascendentes y comprometerte en la práctica asidua. Algunas de estas opciones pueden ser el budismo zen o el mahayana, el taoísmo, el sufismo, el hinduísmo advaita o el misticismo cristiano.
Y con el apoyo de estas tecnologías maravillosas, gracias a las cuales estás leyendo estas palabras, nunca fue más fácil hallar una vía de escape.
Por esta ocasión, a la que puedes considerar una introducción, mi propósito no es darte el panorama completo, es imposible hacerlo en tan corto espacio, solo pretendo sembrar una semilla en ti. Intento despertar tu interés y, puesto que el interés tiene pies, si mi escrito te ha interesado lo suficiente como para leer hasta aquí, podemos considerar su lectura tu primer paso hacia la mutación psicológica que te salvará del fuego luciferino.
Yo estoy decidido a seguir caminando hasta que mi liberación ocurra, ¿qué dices, me acompañas?
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